alrededor de la onza, junto a los indios adultos, en un sœper silencio. S—lo mirando a la onza oliendo al bebŽ. DespuŽs de un rato, cuando parec’a que la onza ya estaba cansada de olisquear al bebŽ indio, se levant—. Todo el mundo tambiŽn se levant—. Ella dio unas vueltas alrededor del nene. Abri— la boca m‡s grande que el capot del auto y se fue aproximando a su cabeza. ÁUy! Pobrecito, pensŽ. Se convirti— en cena para onza. Pero me equivocaba. Con una sœper delicadeza, la onza se aproxim— al bebŽ y con la boca le sac— la venda de los ojos. DespuŽs hizo aquel ruido que sale de la garganta, que est‡bamos haciendo antes que ella llegase, y se mand— rumbo al monte. Fue s—lo eso, s’. La onza s—lo le sac— la venda de los ojos al bebŽ indio y se